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Foto: Tomada de Internet

Dientes de leche

A la primera mordida al suculento mango que quería comerse, Renecito descubrió asustado que uno de sus dientes había quedado incrustado en la amarilla masa de la fruta. Ver su diente desprendido y correr a toda prisa para donde estaba su mamá, fue cosa de segundos.

Apenas él le enseñó el pequeño incisivo, ella no pudo menos que reír, al tiempo que le rogaba lo lavara y guardase debajo de la almohada para que, por la noche, el ratoncito Pérez lo recogiera y le dejara uno nuevo de regalo. Renecito, quien creía cuanto su mamá le aseguraba, se tragó su leve dolor y perdió el miedo a lo sucedido.

Sus amiguitos, al verlo con un hueco donde estuviera el dientecito, le gritaban para mortificarlo aquello de «diente sacao, sartén guindao, cierra la puerta que se te va el ganao». La abuela María, para consolarlo, le hizo ver que a esos chavos tarde o temprano les sucedería lo mismo.

Poco a poco la dentadura de Renecito fue renovándose imperceptiblemente, pero ya sin sobresaltos al ver que él no era el único en esa situación. Pero vinieron nuevas y dolorosas experiencias relacionadas con los dientes definidos. La guerra que le dieron los cordales, en su pugna por abrirse paso no la olvidó jamás.

No todos los padres de aquel tiempo en la comarca se cuidaron de la salud bucal de sus hijos. Aunque por entonces proliferaban las pastas Colgate, Gravi y de otras marcas, algunos se lavaban con ceniza del fogón y con zumo de limón, infinidad de chicos mostraban dientes en pésimo estado, agravado por la mala alimentación y la deficiente limpieza.

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