El 26 de julio caló profundo en el ADN cubano y la historia patria. Por eso, no es de extrañar que, de generación en generación, se transmitan anécdotas sobre aquel día de 1953, cuando la necesidad de derrocar la tiranía batistiana se hizo palpable y evidente.
Hace unos días convocamos a los lectores de Cubadebate a enviar sus historias vinculadas con la fecha, y a nuestra redacción llegaron, desde recuentos de actos políticos, hasta leyendas vivas. A continuación, compartimos algunas de ellas.
El hombre detrás de “El Quijote de la Farola”
Hace más de 20 años que sus restos mortales se confunden y abonan la tierra villaclareña, la misma que labró por más de una centuria para dar de comer a su familia.
¿Fidel renunció? Al llamado de Camilo se desplaza con miles de campesinos a la capital del país y aquel primer 26 de julio suma uno más en la Plaza Cívica, bajo la mirada paternal de un inmenso Martí, tallado frente a un obelisco que apunta al cielo.
Al Apóstol lo ve sin dificultad, pero a uno de sus hijos más preclaros no; se lo impide el gentío y la distancia. No sabe aún que pasará a la historia gráfica de la nación cubana como un símbolo, de la mano del mismo artista que inmortalizó al Guerrillero Heroico en la icónica foto del sepelio de las víctimas de la Coubre.
En las ansias de no perder detalles y luego contar a sus descendientes, amigos y vecinos la buena nueva, se hace de su propia atalaya trepando por una de las farolas, tal y como tantas veces hizo en sus palmares.
Desde allí sí pudo ver a Fidel y desde entonces quedó congelado en el tiempo como «El Quijote de la Farola». Así nos lo contó y así lo traigo nuevamente a nuestra realidad.
Su origen humilde, su semianalfabetismo, sus manos callosas, su rostro y figura huesuda, sus cuentos de brujas y aparecidos para deleitarnos luego con sonoras carcajadas ante el primer llanto, su apego a la tierra, a la familia y a Fidel, me vienen no cada 26 de Julio, no; son parte de mi ADN. ¡Salud, abuelo. Ahora como nunca es hora de batir molinos!
(Pedro L.)
Memorias de un periodista
Son muchos los recuerdos que guardo del 26 de julio, pero quiero no olvidar el acto que organizamos en la Universidad de Chile el 26 de julio de 1963, sellado por el abrazo de los poetas Nicolás Guillén y Pablo Neruda. Y el 26 de julio de 1992, cuando pude dialogar con Fidel Castro en Sevilla, en vísperas del viaje del Comandante en Jefe a Galicia, a conocer la choza donde vivió su padre Ángel Castro Argis, en Láncara.
Son momentos que marcaron mi vida como diplomático y como periodista.
(Pedro Martínez Pírez)
Marcos Martí: Una figura inspiradora
Cuando tenía alrededor de 15 años me gustaba jugar ajedrez y el tío de mi amigo Sergio organizaba una jornada de ajedrez con cinco tableros los domingos en el portal de su casa. Le agradaba enseñarnos lo que sabía y nos premiaba al final con una champola de guanábana.
No pudo evitar que, al producirse el ataque al Moncada, la decena de muchachos que asistíamos comenzáramos a intercambiar ideas sobre lo ocurrido y decidió cancelar esos encuentros, temiendo una represalia por las expresiones cada vez más críticas del grupo.
Allí les relaté del asesinato de mi lejano pariente artemiseño Marcos Martí, parte del motor pequeño que fue el Moncada.
Años después, detenido en el vivac de El Príncipe, supe que Raúl había escrito:
“Ya Fidel lo tenía decidido: el motor pequeño sería la toma de la fortaleza del Moncada, que echaría a andar el motor grande, que sería el pueblo combatiendo, por el programa que proclamaríamos. Solo había una parte débil del plan: si fallábamos en la toma del cuartel, todo se vendría abajo. Una cosa dependía de la otra, el motor grande del pequeño; pero era una posibilidad, y detrás de ella nos lanzamos”.
Sin embargo, no todo se vino abajo. El motor pequeño actuó como una espoleta retardada y echó a andar el grande, aunque tiempo después de lo que soñaron sus ejecutores.
Cuando Fidel denunció en su autodefensa los asesinatos de decenas de los asaltantes, concluyó su demoledor relato mencionando el crimen cometido con Marcos Martí.
Lo conocí siendo un adolescente, cuando mi madre me llevaba a Artemisa a visitar a sus primas, entre ellas Gudelia, la madre de Marcos, quien, aunque ya era un hombre, dedicaba tiempo al fiñe habanero, enseñándome frutales o crías de conejos y gallinas.
Gudelia casi enloqueció con la muerte del hijo y con la angustia por no poder encontrar sus restos durante años, pero su intuición y sus convicciones, que mitigaban en cierta forma su dolor, le indicaban que había muerto por una causa justa.
Acompañé a mi madre a su casa en Mojanga cuando fue a darle el pésame a su prima y escuché el intento de calmar su dolor atribuyéndole a “malas compañías” la causa de la desgracia; y también la respuesta de aquella madre lacerada, al decir sollozando que otros lo seguirían, que no sería en balde su sacrificio.
Tenía trece años y no poseía una idea cabal de lo que ocurría en mi país, ni mi madre tampoco, aunque ella luego cambió, sacudida por su estirpe mambisa.
Un año después me leí la edición clandestina de La Historia me Absolverá; la explicación de aquellos sucesos, la descripción de la realidad que me rodeaba, -que percibía fragmentada, pero sin entender las causas que la provocaban-, el programa enarbolado mediante cinco leyes y la mención al asesinato de mi lejano pariente Marcos Martí. Todo eso me impactó.
Me sacudió conocer lo que hizo y cómo murió Marcos. Me fui incorporando gradualmente, como muchos de mi generación, a la lucha revolucionaria, aunque en ocasiones me parecía lejana e imposible la victoria.
A veces me lamentaba de no haber conocido mejor a Marcos, de no haber hablado de estas cosas con él, pensando que, de haberlo hecho, me habría incorporado antes a la gesta que comenzó aquel 26 de julio.
Lo relaté a compañeros de la lucha insurreccional, hasta que alguien me dijo que Marcos estaría satisfecho si supiera que su caída en combate inspiraba a otros.
Por eso más de una vez mis flaquezas se disipaban cuando recordaba a aquel joven sencillo, cariñoso con los niños, que murió por conquistar el futuro, que no vaciló ante su deber, y a Gudelia, que, entre sollozos, aseguraba que otros lo seguirían.
Marcos y los moncadistas fueron el motor pequeño capaz de echar a andar el motor grande que desencadenó la Revolución. Así lo sentí.
Gracias por habernos servido de ejemplo.
(Giraldo Mazola)
Me hospedé en el mismísimo hotel Rex
Mi anécdota, por sencilla, no deja de expresar los sentimientos de un niño de nueve años, siete décadas después, sobre aquellos que murieron combatiendo el 26 de julio de 1953.
Eran los días finales del año 1952. Mi padre había adquirido un jeep Willys para uso de su finquita y aprovechó para cumplir una promesa que le había hecho a mi madre y sus dos hijos de 7 y 8 años: visitar Santiago y el Santuario de la Virgen del Cobre.
Fueron tres días viajando sin apuro, desde el noroeste de Las Villas, con escalas en Camagüey, Holguín y, finalmente, Santiago de Cuba, donde arribamos en la tarde del 31 de diciembre.
Nos hospedamos y esa noche disfrutamos de la despedida del año con su gran colorido, millares de fuegos artificiales, así como el júbilo y el amor de las hospitalarias familias santiagueras en el Parque Céspedes.
Muchos años después, cuando se escribió y contó la historia del 26 en detalle, me sorprendió conocer que habíamos pernoctado varias noches en aquel hotelito Rex. Precisamente el lugar donde, seis meses después, se hospedaron algunos de los combatientes del Moncada antes de ir a concentrarse en la Granjita Siboney. Algo tal vez intrascendente, pero que me dio mucho orgullo. Son recuerdos que jamás he olvidado, próximo a arribar a mis 80 años.
(Nicasio Vázquez, V.C.)
No llegamos al acto, pero fuimos a Santiago
Hace algunos años, por allá por 1987, un grupo de profesores de la Escuela Interarmas de las FAR General Antonio Maceo tuvimos la idea de viajar a Santiago de Cuba, con motivo de la celebración de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. A la aventura se unieron 20 compañeros.
La cuestión era cómo trasladar esa cantidad de personas y dónde quedarse en aquella ciudad. En reunión con algunos de los compañeros involucrados, recordamos que en Santiago de Cuba está la Escuela Interarmas José Maceo y que muchos de los profesores, incluido el director, procedían de nuestro centro. El problema del alojamiento estaba resuelto.
Para el traslado sí pasamos más trabajo. Por vía las FAR no fue posible, pensamos en el transporte de los cadetes que se trasladan a esa ciudad en las vacaciones, pero no se pudo. Después de varias gestiones negativas, decidimos ir a la Estación Central de Ferrocarril, nos presentamos de parte de un funcionario importante del país, padre de uno de nuestros compañeros, y con esos elementos nos vendieron los 20 pasajes. Claro, el padre de nuestro compañero nunca se enteró, porque la descarga sería fuerte, pero el fin justifica los medios.
Salimos para Santiago un 25 de julio en el tren número uno. Todos en traje de campaña, como si bajáramos de la sierra al llano. Por los cálculos, llegaríamos para el acto, que en aquellos años se realizaba en la tarde y, así mismo, sucios y sudados como si viniéramos de la guerra, nos incorporaríamos. Todo era entusiasmo y alegría. Siempre hubo su traguito de ron también.
El tren salió a su hora, lo que aseguraba nuestra participación en el acto. Se hizo una parada en Santa Clara y otra en Ciego. Los profesores de Historia, en su mayoría, recordamos la toma de Santa Clara por el Che, el descarrilamiento y la toma del tren blindado, y la estrategia del Guerrillero Heroico para la toma del cuartel Leoncio Vidal. En Ciego se habló del paso de la invasión con Camilo y el Che al frente y las dificultades que tuvieron que vencer. Pero nuestra alegría se paralizó al llegar al Camagüey de Ignacio Agramonte.
Resulta que en esa ciudad se rompió la locomotora. No sé si la arreglaron o la cambiaron. Lo cierto es que perdimos unas cuantas horas, lo que originó que llegáramos a Santiago el 27 de julio a las 6:30 am, o sea, no pudimos asistir al acto central por la efeméride.
En la terminal nos recibieron los compañeros de la José Maceo, dándonos ánimo y contando que después del acto, el director de la escuela los había mandado a esperarnos, pues no se sabía la hora de nuestra llegada.
Conociendo que no llegaríamos a tiempo, el Coronel ideó una visita a la provincia, que incluía el ascenso al Pico Turquino, entre otras actividades.
Realmente nos afectó no haber asistido al acto, pero el ascenso al Turquino para muchos de nosotros fue muy importante. Luego visitamos la Granjita Siboney, el Cuartel Moncada, la Estación de Policía, el Parque Céspedes, la Calle Enramada, el Parque Frank País, el Parque de Baconao, etc.
Fue una visita muy instructiva y, como colofón, regresamos en un tren con los muchachos que viajarían a Angola como relevo de los compañeros de Cuito Cuanavale. Todo un honor.
(Osvaldo Méndez)