Mi abuela no era militante del Partido Comunista, tampoco combatiente de la clandestinidad, ni siquiera miembro destacada de los Comités de Defensa de la Revolución o de la Federación de Mujeres Cubanas, pero sí una guajira pinareña muy agradecida de Fidel.
No hablaba casi nunca de política porque era analfabeta y decía que si uno no sabía algo, lo mejor era callarse, no opinar. Pero a quien osara demeritar los logros fidelistas en Cuba, ella le cantaba «las cuarenta».
Ante un comentario como: “Ojalá volvieran los tiempos de Batista en que había bacalao, tasajo y las cosas costaban quilos”, mi Tita acudía a la historia más triste de su vida, probablemente porque era la manera que encontraba de denunciar lo inhumano de aquella dictadura.
“Sí, fueron buenos tiempos, pero para los pudientes, no para los pobres como yo ni como tu familia. A mí también me gusta el bacalao, el tasajo y que las cosas cuesten quilos, pero yo cambiaría to’ eso y más por haber tenido aquel día un médico cerca que ayudara a mi madre en el parto, y no lo que pasó, que se murió mientras daba a luz a mi hermana menor por no tener a un doctor allí.
«En ese tiempo (1958), yo estaba recién parida y amamanté a mi hermana Estrella. Era mi hijo Enrique en una teta, y ella en la otra”, solía contar con el llanto preso en la garganta y los ojos aún rabiando de impotencia.
Entonces aquellos muchachos bajaban la cabeza avergonzados y algunos le decían: “Coño Andrea, no sabíamos eso, discúlpanos”.
A veces, cuando los chiquillos veíamos un helicóptero aterrizar donde nos decían que estaba la casa de descanso de Fidel, nos daba por cantar: “¡Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar!”. ¡Ayayai!, ahí mismo encontrábamos su responso:
“Sí, se acabó la diversión pa’ los descara’os, como pasó con to’ los explotadores del pueblo en el ’59. Eso es lo que dice esa canción, no otra cosa, cuidadito”, entonces su rostro se iluminaba, aunque no saliera vociferando el nombre de Fidel.
En pocas ocasiones la escuché elogiar la persona del Comandante directamente. Su agradecimiento y admiración mas bien brotaban en la espontaneidad de una respuesta ante un comentario injusto relacionado con él, en el gesto de afirmación al escucharlo hablar en televisión, o en aquella expresión despojada de formalismos antiguos, al ver una fotografía del joven abogado: “Oye, déjame decirte que era un hombrón”.
Al conocer de su fallecimiento, la viejuca sí lo dijo con todas sus letras y la mirada compungida por el dolor de haber perdido a un ser estimado:
“Válganos a los pobres, Fidel y la Revolución. Yo sí le estoy agradecida, y lo estaré siempre”.
Mi abuela lo quiso sin haberlo visto o abrazado nunca porque creía que él y la Revolución eran un mismo milagro, y el gobierno de los barbudos le había devuelto la dignidad al campesinado de Cuba, o al menos a los guajiros que ella conocía.
Con la Ley de Reforma Agraria su suegro -mi bisabuelo- pasó de jornalero a propietario de la tierra que cultivaba, y aunque acopiaba cierto porciento a la cooperativa, siempre quedaban ganancias en casa para suplir las necesidades básicas.
Sus tres hijos pudieron estudiar. Mi tía, una de aquellas muchachas que aprendieron el oficio de la mecanografía gracias a las oportunidades de estudios que en los años setenta impulsaba la Revolución. “Si no se superaron más, fue porque no quisieron”, solía decía la veterana.
Mi abuela fue testigo del Plan de Desarrollo Integral de San Andrés, el cual incluía, entre otras bondades, la construcción de una red de escuelas desde círculos infantiles hasta preuniversitarios, una posta médica, un correo, varios locales de comercio, la electrificación de las viviendas y la habilitación del sistema de acueducto.
Ella vio como las casas generalmente de yagua y guano de aquel valle pinareño se transformaron en viviendas más confortables, resistentes a la embestida de los ciclones, por lo que no era necesario protegerse, como antes, en un «bara en tierra» o trasladarse a un centro de evacuación.
La mayoría de sus nietos estudiamos hasta el nivel preuniversitario en los propios centros educativos de la localidad y algunos logramos graduarnos de una especialidad; eso también lo disfrutó muchísimo abuela.
Como casi todos los cubanos sufrió las consecuencias del Período Especial y otras carencias propias de los tiempos de escasez, pero jamás la oímos profanar el nombre de Fidel o a la Revolución. Probablemente porque estaba convencida que gracias a ellos, ni ella ni los suyos volverían a la triste realidad de los campos cubanos en la época prerrevolucionaria.
La historia de su madre no repetiría; ningún guajiro moriría por falta de atención médica. Así fue. Abuela murió de viejita, en la quietud del hogar, en compañía de los suyos, y con el médico en casa.