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Foto: Invasor

Los baños en el río

No peco de exagerado si afirmo que, en los días veraniegos de julio y agosto el batey quedaba vacío después de mediodía: hasta los perros acompañaban a sus amos a bañarse al cercano rio. Ni siquiera los abuelitos se quedaban en el bohío: ellos también acudían al charco preferido por cada cual.

La gente de hoy se queja de las altas temperaturas como si eso fuera algo novedoso. Había que ver a aquellos pobres guajiros sudar la gota gorda en el surco para que, al llegar al rancho, no tuvieran posibilidad de refrescarse, al no disponer de electricidad como cualquiera ahora. A sus mujeres, delante del fogón de leña de la mañana a la noche, les sucedía lo mismo. El único consuelo era coger fresco debajo de una mata en el patio.

Sobre las dos de la tarde (a veces antes); después de despachado el almuerzo, a pie o a caballo, todos se iban al remanso de su presencia. Abuela, mamá y las muchachitas, al charco de las Mujeres, los chicos con un ligero bozo sobre los labios, a la Poceta y, los mayores, al Charco Grande.

A este último la chiquillería acudía para curiosear, porque allí no les permitían ni meter los pies. Si daban la perreta (que nunca faltaban), alguien responsable los conducía al Charco de Lole, en el que la pasaban muy bien. Las aguas allí eran tan claras y frescas que, llegada la hora, no querían regresar a casa.

Cuando la tarde comenzaba a refrescar y el sol se apresuraba a ocultarse al poniente, la familia regresaba a casa, la piel y el cabello chorreando agua todavía, los chicos con la ilusión de que aún remontaban las acariciantes chorreras. El padre encabezaba con prisa el retorno para atender a los animales antes de que se hiciera de noche; la madre discurriendo qué prepararía para la comida y todos con la convicción de que, al día siguiente, regresarían al río para combatir.

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