Las hijas del administrador, las del dueño de la tienda y las de los colonos más inmediatos estaban viendo demasiadas películas y leyendo revistas «de afuera», lo cual las hizo soñar con mundos diferentes al que vivían en la comarca.
Desde que vieron varios largometrajes en los cuales las finas damas de la sociedad cabalgaban con elegancia a la mujeriega, e incluso muchachas vestidas a lo amazonas que practicaban la equitación, de inmediato renunciaron a pasear a la manera tradicional, a horcajadas, como lo hicieron sus madres y abuelas.
Su afán de parecer señoritas de rango y de enaltecer su femineidad las llevó a despreciar a las chicas humildes del batey, especialmente a Rosalía, la mejor jineta de la comarca que, escarranchada, en pelo o sobre la montura pasaba delante de ellas como una ráfaga de viento estremecedor, lo que en el fondo las mataba de envidia, ya que ellas no se atrevían a montar así.
Para apachurrar a las guajiritas (y para ganarse la admiración de los galanes del entorno) desde entonces, vistiendo pantalones ajustados, tanto desde la montura como a la zanca, o conducidas por un mozo de buen ver, se visitaban unas a otras e iban a las fiestas derrochando elegancia, en tanto sus rústicas piernas del mismo lado de la silla, hacían equilibrios para no caer.
A esas ínfulas burguesas y aristocratizantes de las señoritas de fuste de la comarca, los humildes se reían casi que en sus narices. Lo que nunca supo la gente fue que, para sostenerse montadas a la mujeriega sobre el caballo, ellas debieron tragar sus lágrimas cada vez que caían al suelo y sufrían contusiones, solo para sostener el sueño de que pertenecían a la «alta sociedad».