Ahora que caigo en ello, me doy cuenta que en el batey vivíamos en una especie de islote de tierra negra, al borde mismo de los interminables suelos rojos que se extendían quien sabe hasta dónde. Quizás nos salvaba que el caserío fue construido entre el rio y la cadena de lagunas que atravesaban la finca del abuelo José.
Mamá detestaba la tierra «colorá», como ella la llamaba. Decía que lo que se embarrara con aquel suelo, adquiría para siempre la marca indeleble del color del almagre. Podia lavarse cuanto se quisiera, que todo sería inútil.
Casi todos los cultivos importantes, papá los tenía allá en la tierra «colorá». Como no se podía prescindir de ellos, al regresar a casa debía quitarse los zapatos en el portal de la barbacoa del maíz. Allí se calzaba con unas alpargatas, con las que hacía sus demás quehaceres, excepto cuando se ponia botas para ordeñar o apartar la vaca o desaguar la cañada que derramaba su corriente en el pozo ciego.
Si el tío Aureliano o alguno otro de quienes vivían en esa parte de la finca nos visitaba, mi madre no quitaba ojo de sus zapatos, por si dejaba un rojo pegote en los travesaños de los taburetes. El tío, para mortificarla, se sacudìa las polvorientas o enfangadas polainas en medio del comedor, derramando en el piso tierra y cuanto traía impregnado en ellas.
( ) En cierta ocasión los de la casa le hicimos la visita a Alcibiades, amigo de mi padre, quien se había mudado para un sitio que llamaban el Hoyo de la Palma, el reino de la tierra «colorá», al decir de mi progenitora. Los muchachos nos divertimos todo cuanto puede uno imaginarse, embadurnándonos cabellos y ropa del ferralítico terreno. Estoy seguro de que, de haber dispuesto de mucha más ropa, mamá hubiera quemado la que usamos en casa del amigo de papá. (Por Ricardo Benítez Fumero)