Al nacer, al pequeño Chulín le sobraron candidatos para que, en la pila bautismal, tuviera sus correspondientes madrina y padrino, como Dios manda. Era tan linda la criatura, y sus padres tan bien llevados con el vecindario, que, a la hora de escoger, se hizo difícil decidirse por unos y por otros.
La costumbre de aquellos tiempos imponía que cada niño que naciera en la comarca debía tener sus padrinos para que, en caso de que los padres faltaran, tuvieran quien se encargara de ellos, al menos nominalmente. Los míos fueron los hermanos Vangelito y Emilia. Con los años, a ella no la vi más porque se fue a vivir a Sagua la Grande, donde se casó. A él, sin embargo, como vivió toda su vida contigua a mi casa, lo tuve a mano siempre.
La madrina de Chulín fue la señora Laudelina, y su hermano Joseíto su contraparte. Como eran gente de fuste en el pueblo, los padres del crío estuvieron durante años orgullosos de tal parentesco. Comprometidos con la política y los negocios, los compadres un día se mudaron para la capital, y el ahijado quedó abandonado a su suerte en su terruño natal.
En el batey, dada las relaciones parentales, no hacían falta tales figuras, ya que, ante la elevada tasa de mortalidad materna imperante entonces, a los huérfanos se les repartía entre tíos, hermanos y primos. No pocas veces los padrinos no estaban en condiciones de asumir esa carga, y otros, a su vez, se hacían los desentendidos.
Los padrinos de boda, sin embargo, abundaban como las moscas en el verano. Casi siempre fungían como tales algún amigo o amiga íntima de los novios, entes privilegiados que comían y bebían a cuenta de los desposantes y que, invariablemente, aparecían sonrientes y satisfechos en las tradicionales fotos del casamiento.
Hubo quien acumuló instantáneas de los 15 o 20 desposorios a los que asistió como testigo principal, vestido de frac y sombrero de pajilla, casi de balde para sus bolsillos. (Por Ricardo Benítez Fumero)