El Principito es un niño aventurero, preguntón, que lo mira todo con curiosidad y habla con sabiduría deslumbrante. No se inmuta ante los adultos y se enternece con las zorras. Su flor es lo más preciado para su corazón, quien conoce de lo esencial y nada le resulta invisible a los ojos.
Busca un mundo único, donde cada interrogación encuentre la respuesta adecuada y los mayores no olviden que un día vivieron esa etapa. Un universo en el cual la amistad sea el puente para la concordia, los números y las vestimentas pierdan el protagonismo que adquirieron desde que los hombres se sintieron importantes.
Pequeños monarcas son también nuestros infantes. Ellos con su inteligencia, creatividad, sensibilidad e ingenio desbordantes, resultan, además, mágicos y maravillosos.
Nada hay mejor que la sonrisa de un niño, su alegría al sentirse querido y tomado en cuenta. Sin necesidad de mucho esfuerzo, con tan sólo un poco de afecto y atención, se convierten en los seres más sublimes de nuestra alma.
Pero cuando las lágrimas empañan la mirada de un chicuelo y en su rostro muestra desencanto ante una promesa incumplida, desaire o desprecio por parte de un ser querido abren heridas que quizás nunca cicatricen.
Por eso apreciarlos, valorarlos, quererlos y ofrecerles posibilidades certeras de que expresen lo que son, para hacer de ellos ciudadanos honestos, personas de bien, constituye nuestra principal tarea.
Los niños son principitos inquietos que deslumbran a los de más edad. La inocencia no es en ellos mancha, ni la verdad insolencia. Con pasos cortos pueden llegar lejos, les basta con dar riendas a la imaginación.
Se conforman con poco, aunque exigen mucho amor. Y a pesar de ser incapaces de conceptualizarlo, bien saben, como el famoso personaje de la literatura infantil, qué es lo verdaderamente esencial para sus ojos.