En su obra Cosmos, Carl Sagan manifiesta que el hombre constituye la única especie del planeta que posee una memoria descomunal que no se encuentra almacenada ni en sus genes ni en su cerebro, sino en ese lugar divino denominado biblioteca.
A esa acertada conclusión podemos agregar que ese sitio es portador de uno de los ingredientes que fragua la virtud del ser humano: la instrucción.
Pero aún así, solo con el hecho de contar con casas para libros, nuestro andar afortunado por el camino del saber sería insuficiente, sin la presencia valiosa del bibliotecario, persona encargada de brindar el servicio óptimo en ese colosal mundo de la sabiduría y el conocimiento.
Ser bibliotecario implica asumir con profundo sentido de responsabilidad y de decoro, la necesidad cada vez más apremiante de ayudar a las personas a canalizar debidamente sus intereses informativos de forma ética y coherente.
Una colega afirma que en el complejo y ardoroso rebullir del trabajo humano de cada día, el bibliotecario sirve desasido de sí mismo en medio de tantos intereses ajenos.
¿Quién de nosotros no ha experimentado el placer extraordinario de ser atendidos con naturalidad, entrega y dedicación por alguno de esos maravillosos especialistas?
Muchas veces esa función se hace en el más absoluto anonimato, pues el bibliotecario no busca gloria o mérito personal en ello. En silencio, pero con dignidad y altruismo los bibliotecarios despliegan su labor diaria en aras del progreso humano y hacen de su lugar de trabajo un espacio creativo e inspirador del conocimiento al alcance de todos.