Cuando Nieves, la esposa del padrino Vangelito, quiso probar por sí misma cuán picante era en realidad el ají guaguao, quienes estuvimos presentes la miramos con estupor. Dada la primera mordida al pequeño fruto, emprendió el camino a casa, saliendo como bola por tronera.
Después confesó que sintió como una llamarada que le quemaba. Bebió abundante agua, se lavó con pasta de dientes y hasta se echó un puñado de ceniza a la boca, pero nada de esto le sirvió, porque el picor le sacó lágrimas de los ojos y por largo rato le resultó insoportable.
En los patios y cercados de cada casa en el batey crecían espontáneamente estos arbustos, muy apetecidos por las aves domésticas y por algunos vecinos que los usaban como condimentos. Recuerdo que el primo Arístides hacía un mojito picante con ellos y lo consumía durante las comidas.
También me acuerdo de que, quienes padecían de hemorroides los consumían durante nueve días y que, según ellos, les aliviaba el padecimiento. La farmacopea popular recomendaba su ingestión, aunque el doctor Gaínza la desaprobaba. Por otra parte, Candelaria mandaba hacer una infusión con sus hojas para bajar la inflamación.
Inquietos por naturaleza y curiosos por contagio, todavía siento el escozor en la boca y el ardiente picor de la vez que, por una porfia, en la pandilla apostamos para ver quién era el macho que más ajíes guaguaos lograba comerse de un tirón sin chistar. A los demás supongo les fue mal, pero a mí, cuando dejó de arderme la boca, tenía quemaduras en las encías, los carrillos inflamados y el estómago hecho una piltrafa.