Durante aquellas tardes apacibles en las que acompañábamos a los mayores en alguna de sus visitas, los chicos solíamos intentar todo tipo de juegos para no aburrirnos mientras los adultos conversaban y bebían café. Si nos reuníamos más de tres muchachos, casi siempre escogíamos el de brincar el burro, un juego muy divertido, desconocido hoy.
Recuerdo que se escogía a alguien para que hiciera de: jumento. A veces, según se pactara, se dejaba una prenda en la espalda del otro o se le daba una nalgada al saltarle encima, pero si te equivocabas, perdías y pasabas a ocupar el lugar del burro.
Me acuerdo que, al saltar, debíamos repetir aquello de: a la una, mi mula, a las dos, mi reloj, a las tres, mi café, a las cuatro, mi gato, y así hasta doce, oportunidad en que el último gritaba apresurado: «¡huye, huye, que te cogen!»
En ese momento podía ser perseguido por el supuesto asno, quien podía lanzar rebuznos a gusto y propinar coces por doquier, para regocijo de los participantes, quienes gozaban lo indecible con estas incidencias del juego. Al principio alguno tenía su prurito a la hora de hacer de asno, pero luego hacía lo que los demás y todos terminaban entusiasmados.
Existía una variante en el juego que a nosotros nos gustaba más que las otras: al tiempo que el brincante iniciaba su cantinela del uno al doce, quien hacía de burro contaba en sentido contrario del doce al uno. Si terminaba su conteo antes que el otro, tenía la facultad de poder perseguirlo, con las consabidas voces y rebuznos.