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Matriarcal: la memoria cálida de lo cotidiano

En el XXIII salón Mi gallo de Morón, Ciego de Ávila, resultó premiada la obra Matriarcal, de un joven que despierta a las musas más inquietantes del análisis y la crítica pictórica.
Esta pintura es un viaje detenido en el tiempo, una escena que, aunque parece sencilla, se presenta como un umbral a la memoria colectiva de lo doméstico, artesanal y humano. No estamos simplemente ante un bodegón; estamos frente a una evocación: la tetera antigua, oxidada pero digna, el farol encendido que resiste la oscuridad, la taza blanca que sugiere pausa, encuentro o sosiego, y ese carro con ruedas finas que parece transportar no solo objetos, sino historias.
El joven artista José Villamarín, egresado de la primera graduación de la academia de artes plásticas moronense, con esta obra, le da a la palabra Matriarcal, una resonancia más profunda. No se trata solo de una alusión al género o a un orden familiar, se trata de una atmósfera de cuidado; de centralidad femenina; de herencia transmitida por manos que calientan, alimentan, iluminan. El objeto más sencillo —una tetera, una taza, una lámpara— se convierte aquí en símbolo de autoridad afectiva, de organización del espacio y del tiempo doméstico que, en tantas culturas, ha girado en torno a figuras maternas. La obra no necesita figuras humanas para hablar de presencia. Todo está habitado por esa energía suave pero contundente de lo matriarcal.
El uso de una técnica densa, con espátula, nos conduce a una textura rugosa que se siente casi táctil. Esa rugosidad no es un accidente como la piel de los objetos. Es el peso del tiempo adherido a sus superficies. Los colores —ocres, naranjas, marrones profundos— construyen una atmósfera cálida, pero no complaciente; una calidez que nace del esfuerzo, del trabajo, del calor del fuego que funde metales y prepara infusiones. En este sentido, Matriarcal no solo describe un orden, lo encarna.
Las ruedas, todas distintas, multiplican los ejes de lectura y dan la impresión de que la escena está a punto de ponerse en marcha, como si el recuerdo no se quedara quieto, sino que avanzara, rodando, llevándonos con él. La lámpara encendida domina la escena, es un corazón ardiente en medio de una penumbra que no amenaza, sino que envuelve. A su lado, la taza blanca resalta no sólo por su color, sino por su simbología, el momento humano, la pausa en medio del trabajo, la comunión invisible entre generaciones.
El fondo es brumoso, casi fantasmal. No hay contornos claros en los edificios o figuras que se insinúan detrás. Esa neblina pictórica no solo contextualiza, transforma el espacio en un recuerdo, en un sitio que ya no es físico, sino emocional. Lo que está al fondo no importa tanto como lo que está en primer plano, y aún así, el fondo sostiene, da peso, crea esa dimensión de profundidad que hace que todo el conjunto se sienta como un sueño pasado por el filtro del tiempo.
Matriarcal es una obra que no necesita grandes gestos para conmover. En la aparente quietud de sus objetos, en la textura del aceite, en la luz que emana de su farol, José Villamarín nos habla de lo esencial; del tiempo tejido por gestos invisibles; del legado íntimo que sostiene a toda comunidad, y del arte como una forma silenciosa de recordar quiénes nos dieron calor.
Escrito por Vasily MP

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