EL VERTIGINOSO ascenso de Robiel Yankiel Sol en el salto largo (categoría T47) tendrá que analizarse como una gran gesta, máxime tras ganar el título en los VII Juegos Parapanamericanos con récord del mundo incluido.
Hablar de un campeón mundial y paralímpico puede parecer una historia de éxito sin más trascendencia que la del mérito tremendo de lograrlo.
Pero si se sopesa que el hecho acontece cuando apenas tiene 20 años de edad engorda de matices épicos lo que muchos comienzan a ver como una hazaña.
A Robiel se le mira como un consagrado, cuando todavía debiera engrosar la lista de las promesas. Sino… ¿Cómo es posible que la sorpresa sea que no cuente por victorias cada una de sus competencias?
El extraordinario carisma que le ha nacido junto a esa capacidad de estirarse más lejos que todos envuelve a quien sea que esté presenciando su entretenido espectáculo.
¡Con qué temple se para en la punta de la pista para despegar! Pide aplausos que recibe con gusto, como si eso significara sentirse honrado con gratitud. Es un hecho, poder estar allí para apoyarle resulta el pago y no la ofrenda.
Baila al costado de la carpa como si no afrontara apuros después de dos intentos fallidos. Se da ánimo con un récord parapanamericano de 7.49 metros, como si se tratase de un aperitivo. El desparpajo de regalar 20 centímetros en la tabla y llegar tan lejos como nadie es un lastre para sus rivales que no le compiten, le admiran.
Con esa autoridad prepara el golpe maestro, se impulsa y arriesga la punta del pie izquierdo en el filo de la navaja… Levita y cae más allá de los ocho metros que marca la valla detrás del foso, abre las manos y la bandera roja corta de cuajo la celebración. Sonríe. Está listo para volver a intentarlo.
A estas alturas solo un propósito le mueve a seguir saltando. Ha impuesto dos récords del mundo en el año y vino aquí a coleccionar otro.
Viene al quinto salto con una convicción arrolladora. Realiza el rito parsimonioso, expresa para sí el discurso esotérico y místico de la automotivación con el dedo apuntando hacia adelante. Allá no solo queda la arena donde aterrizará, allí aguarda el futuro.
Se eleva como un ave frágil que se burla de los 3.2 metros por segundo de aire en contra. Lo reta. Evade la gravedad y mueve las piernas como si corriera suspendido. No tiene alas, pero si las tuviera no le ayudarían más a deslizarse que sus contorsiones. Vuela.
Cuando cae grita con euforia, mira las marcas en un lugar de la arena que nadie más pisó, como si conociera un lugar inhabitado. Allí queda el parnaso para hacer poesía con los pies y solo él sabe la forma de encontrarlo.
Corre con desesperación y se arrodilla distante. No comparte este momento con el público, al menos no por ahora, no está dedicado a alguien que permanece en este mundo. En la cara lleva pintado «abuela te amo», echa un beso entre sus manos y lo envía al cielo para ella, allá donde quiere creer que brinca de alegría mirándole.
Luis Bueno, su entrenador de sangre, su padre por adopción, va y lo abraza. Este momento es tan de él como suyo y así lo reconoce.
Luego pasa la euforia y el sobresalto y sale del estadio el mismo muchacho sonriente y accesible. Conversa con la prensa que lo asedia, maneja también la palabra con talante de campeón, explica los entresijos técnicos de la hazaña.
«Me faltaba una medalla en juegos parapanamericanos, estoy muy satisfecho porque la he conseguido, me alegra tanto como el récord», lo dice tan feliz como cuando paseó la bandera por el Centro Atlético Mario Recordón, de Ñuñoa.
Luego apunta a donde sabe: «Sí, es hora de decirlo ya, mi meta es la de los ocho metros y no voy a parar hasta lograrlo», confiesa anunciando otro salto al futuro, que quizá no le hace falta, porque este día voló hacia la inmortalidad.