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El renacer de un héroe de leyendas

Aquel once de mayo de 1873, los campos de Jimaguayú fueron roseados por las gotas de sangre del héroe que aparentaba salir de los libros de leyenda.

Alto, esbelto, jinete y en gran caballo, daba muestras de la rebeldía que dejaba al descubierto sus ansias de libertad, porque Ignacio Agramonte y Loynaz dejó los lujos de una familia principeña para luchar, con la vergüenza de los cubanos, al lado de los desposeídos.

Su Patria lloraba por verse esclava de la metrópoli española y no vaciló entonces el muchacho adinerado, con estudios en artes y filosofía en Barcelona, titulado en derecho civil en lanzarse a la manigua redentora donde dejó más de una hazaña caballeresca.

Fue precisamente Agramonte uno de los principales protagonistas de la Asamblea de Guáimaro que aprobó en abril de 1869 la primera Constitución de la República de Cuba en Armas.

El rescate del brigadier Julio Sanguily lo tuvo por protagonista y aún la imaginación pinta la escena mostrándonos el abrazo en que debieron fundirse el Mayor y el Brigadier, y a este último agradeciéndole por su temeridad y humanismo en salvarle la vida.

No se trataba de un mero rescate de uno de los suyos. Había reasumido el mando en enero de 1871 y el honor de la Revolución estaba en juego; y el del Ejército Libertador; y el de la mucha hombría de Mayor que distinguía la “exaltación de la virtud” –como señalaría Martí.

Conocida es también su amor por la bella Amalia y más allá de la devoción, la infinita ternura, la complicidad de ideales, unido siempre a la felicidad de sentirse parte del uno del otro, de la lejanía, los sinsabores y las penas provocadas por la ausencia, el valiente hidalgo mantuvo la esperanza de un futuro, juntos en una Patria libre.

Pero los colonialistas españoles no lo permitieron, por eso esparcen al viento sus restos. Sabía el enemigo que con su cuerpo inerte no podrían detener al puñado de bizarros, quienes con machete en mano desataban las cadenas del yugo opresor. Entonces el abogado, el amigo, el líder que su vida entregó, creció como gigante como mayor triunfo.

Por su valor insuperable se me antoja hoy sobrehumano y su vida se hace digna para perdurar por generaciones. Mientras, su vívido heroísmo renace en la tierra agramontina y Cuba toda recuerda al hijo del Camagüey.

Y aunque el horizonte quizás se oscureció, la sabana que recibió en cenizas el cuerpo del Mayor aquel fatídico once de mayo, reverdeció por siempre en cada corazón.

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