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Los niños campesinos de antaño jugaban y disfrutaban con los elementos que me proporcionaba el entornó / Foto: Internet

Cabañas montunas

Uno de los juegos preferidos por la muchachada de mi tiempo en el batey era el de construir rústicas cabañas en las que, supuestamente, íbamos a vivir alguna temporada. No pocas veces aprovechábamos un cobertizo viejo o un rancho medio abandonado en el patio de la casa, no obstante, casi siempre *la levantábamos’ entre los matojos y el marabú.

Cuando estábamos en vena, tanto hembras como varones nos dábamos a la tarea de cobijar con ramajos el techo y las paredes, aunque a veces prescindíamos de estos. Las muchachitas armaban lo que consideraban una cocina y preparaban «deliciosos» platos, en tanto nosotros abríamos con la mocha trillos en el matojal.

Para mayor diversión colocábamos bancos o taburetes viejos, una mesa que permanecía abandonada en el pilón del maíz y hacíamos ver que un cajón destartalado sería el fogón en el que «cocinaríamos». Quizás los chicos de ahora no le vean la gracia a ese entretenimiento, lo cierto es que entonces la pasábamos muy bien.

Aquella cabaña, que apenas solía mantenerse en pie más de un día, no estaba completa hasta que no barríamos largos senderos bajo los árboles, senderos que iniciaban en el patio y que terminaban laberínticamente arboleda adentro. Esos «caminos» duraban hasta que las gallinas revolcaban la hojarasca apartada, pero eso carecía de importancia.

Nuestro juego en la montuna cabañita podía durar todo el día, para tranquilidad de padres y abuelos, pero apenas rompía a llover, lo abandonábamos todo y corríamos a guarecernos en la casa. Siempre había quien se atrevía a desafiar el mal tiempo para ver cuánto resistía la endeble construcción, aunque por lo común era sacado de allí por un adulto, o él mismo volvía al hogar, mojado como un pollo.

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