En el panorama cultural de Ciego de Ávila, a menudo fragmentado entre la nostalgia, el silencio y la estridencia musical, emerge una propuesta que busca, desde su mismo nombre, sanar y nutrir: la peña Ágape, ideada por la intérprete Oristela Pérez Betanzos y por el trovador Héctor Luis de Posada, que los primeros y terceros jueves de cada mes, a las 4:00 de la tarde se celebra en el patio de la sede de la Uneac, en Ciego de Ávila.
Más que un simple espacio para escuchar música o declamar versos, Ágape se presenta como un banquete cultural deliberado, un convite para el espíritu que pretende llenar un vacío sensible en una ciudad que busca el resurgir de la vida cotidiana para sanar el alma avileña, cercenada por la Covid-19, arbovirosis…, sin descartar el inmovilismo cultural que asedia en varios lugares de la provincia, del cual no está exenta la ciudad cabecera.
En una era de consumo cultural rápido y digitalmente aislante, el concepto de Ágape —que en su sentido griego original alude a un banquete de amor y camaradería— es radical. Su utilidad primordial es restablecer el diálogo cara a cara, la experiencia compartida y la comunión alrededor de lo bello y lo pensado, como es la música.
No se trata de un espectáculo unidireccional, sino de un encuentro de alimento de la poesía, la melodía, la imagen y la reflexión.
En un mundo musical que destierra la chabacanería y los discursos cursis, Ágape apuesta por la calidad y la profundidad de la experiencia, de las manos unidas de sus ideadores, dos de los más reconocidos trovadores avileños y del país, que salen al escenario, gratuitamente, a ofrecer acordes musicales y el corazón.
Con la perspicacia crítica de quien conoce el pulso cultural del país, Héctor Luis de Posada habla del nacimiento de la peña y señala una carencia que duele en la identidad avileña: “No hay un lugar donde se pueda ir a ver cultura, como en otras provincias: Villa Clara, Camagüey, Holguín, Santiago de Cuba…”. Esta comparación no es un simple lamento, sino la constatación de un vacío que margina a Ciego de Ávila del mapa del fervor cultural nacional.
Su cuestionamiento se vuelve aún más concreto al interpelar directamente la vida social de la ciudad: “¿Por qué en los restaurantes de Ciego de Ávila no amenizamos con los solistas, los dúos, los tríos de antes?”. En esta pregunta late la nostalgia de una época en que la gastronomía y el arte formaban un matrimonio indisoluble, muy diferente a lo que hoy sucede. A todas luces, se evidencia la fractura actual donde estos espacios han renunciado a su rol de anfitriones de la creación local, privando a la comunidad de ese tejido sonoro que, en el pasado, amenizaba la más simples de las cenas en los casi desaparecidos restaurantes que abren sus puertas a la nocturnidad de la ciudad.
La capital avileña se sume en una prematurez silenciosa cuando los cines, los teatros, los restaurantes, potenciales escenarios de tertulias y melodías, permanecen cerrados, y los que las abren, las cierran a las seis de la tarde, en ocasiones, antes, sin pensar en que la vida nocturna comienza después de ese horario.
Truncan así cualquier posibilidad de divertimento nocturno. Al apagar sus luces, le niegan un espacio vital a la cultura y se esfuma la oportunidad del trío que ambienta una cena, del dúo que anima la sobremesa o del solista que convierte un simple restaurante en un pequeño centro cultural.
El resultado —y aclaro que la culpa no es solo de los restaurantes—, también ahoga la expresión artística y condena al bulevar, al Parque Martí, a su gente, a un silencio antinatural, donde la noche, en lugar de latir con música y encuentros, se apaga antes, incluso, de que haya comenzado.
Ágape se erige como un espacio necesario; un encuentro que trasciende la dicotomía entre la “alta cultura” y la “cultura del barrio”. Al ofrecer una programación diversa pero curada —que puede ir desde un recital de poesía contemporánea y un bolero, hasta una muestra de artes plásticas, una trova reflexiva, o al rescate del folclor Latinoamericano—, porque la peña también construye puentes. Su utilidad está en demostrar que estas expresiones no son excluyentes, sino facetas de una misma necesidad humana de crear y conmoverse.
“Ahora mismo hay una apatía muy grande en mi ciudad. Se han perdido los espacios musicales y así se va perdiendo la cultura”. La declaración de Oristela Betanzos trasciende una mera queja individual para convertirse en un diagnóstico lúcido del paisaje cultural avileño.
Cuando la artista señala la “apatía muy grande” que pesa sobre Ciego de Ávila y la pérdida de los espacios musicales, está describiendo el silencio forzado de una urbe cuya vitalidad se nutre, en gran parte, del intercambio artístico.
Su observación de que “nadie hace nada” —sin señalar culpables concretos—- refleja una parálisis colectiva donde la responsabilidad se diluye mientras la vida cultural se empobrece. Sin embargo, el verdadero valor de sus palabras reside en el giro final. En ese “no puedo quedarme acostada”, que transforma la crítica en un manifiesto de resistencia creativa.
En esa negativa a la pasividad hay una profunda sabiduría: la cultura no se recupera esperando por instituciones o circunstancias favorables, sino mediante el acto corpóreo de hacer, de crear a pesar de todo. Su decisión de “disfrutar lo que me gusta, con amor y con cariño” está alejado del acto de “deja vu”. El arte, cuando nace de la necesidad auténtica, puede ser el antídoto más poderoso contra la apatía y el no hacer.
Esta confesión no es solo la de dos artistas, sino el síntoma de un tedio colectivo que se respira en las calles de Ciego de Ávila. La apatía generalizada de la que se habla no es una simple falta de energía, sino la consecuencia palpable de un vacío: el de los espacios donde la música, en su sentido más comunitario y visceral, pueda latir, y, sin embargo, no se escucha.
Cuando desaparecen los escenarios naturales para la trova, el son, el punto cubano, la rumba, el guaguancó, el mambo, el chachachá…no se pierde solo entretenimiento; se desmorona un pilar fundamental del tejido social y la identidad local.
Sin embargo, en medio de este diagnóstico desolador, surge la chispa de la resistencia personal. La declaración “no puedo quedarme acostada” trasciende la frustración para convertirse en un acto de desafío y un principio de solución.
Es el reconocimiento de que, ante la inercia general, la responsabilidad de sembrar la cultura recae primero en quien la siente como una necesidad vital. Es un llamado a la acción, no para señalar culpables, sino para asumir que el cambio, a menudo, comienza con la decisión individual de hacer y disfrutar “con amor y con cariño” aquello que nos devuelve la vida, construyendo, desde la pasión inquebrantable, el nuevo espacio que la ciudad y sus pobladores reclaman.
