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Sus méritos en la guerra y en la diplomacia cubana hacen de Enrique Loynaz del Castillo un paradigma de nuestra historia. Foto: Archivo de Granma

Los «hijos» del General

Este mes se cumplieron 130 años de que el General Enrique Loynaz del Castillo creara el Himno Invasor

En las letras hispánicas y la historia de la Patria, el apellido Loynaz tiene un glorioso escaño asegurado. Y siendo Dulce María, Enrique, Carlos y Flor Loynaz –poetas nacidos de la unión del General Enrique Loynaz del Castillo y doña Mercedes Muñoz Sañudo– los herederos naturales de su legado, esos no fueron los únicos «hijos» del General.

Ese mambí, que bien hubiese podido aspirar a la Presidencia de la República –por la fogosidad de su oratoria, su vasta cultura y dotes como escritor–, fue también el autor del Himno Invasor; una marcha guerrera que se convirtió en símbolo de la Guerra del 95, en plena Campaña de Oriente a Occidente, dirigida por Antonio Maceo.

Las notas de esa melodía todavía estremecen, a pesar de haber sido creadas hace 130 años. Es como si fuese un llamado al combate, y así, en cierta ocasión, lo recordó el periodista Vicente González Castro, pues el Himno Invasor se ha escuchado «en esos primeros años de Revolución, cuando el ataque mercenario de Playa Girón, la Crisis de Octubre y en el tema musical de la emisora Radio Rebelde, que transmitía clandestinamente desde la Sierra Maestra».

Sus orígenes se ubican en el 15 de noviembre de 1895, cuando las tropas mambisas al mando de Maceo acamparon en la finca La Matilde, en Camagüey, donde se alojaban el Presidente de la República de Cuba en Armas y otros miembros del Gobierno.

Allí, en las paredes de la edificación, el General encontró algunos insultos dejados por los soldados enemigos. Grata fue su sorpresa al hallar, bajo una ventana blanca y azul, algo bien distinto: unos emotivos versos acompañados por una bandera española.

En sus Memorias de la Guerra –libro histórico-biográfico de su trayectoria en la Guerra del 95, dotado de un estilo ameno y elegante– relató cómo aquel episodio le inspiró a escribir el Himno Invasor. Un compañero suyo quiso borrar la insignia enemiga, «pero lo convencí de que las letras y las artes, bajo cualquier bandera, son patrimonio universal ajeno a los conflictos de los hombres».

Acto seguido, sobre la otra hoja de la misma ventana, pintó la bandera de Cuba y debajo escribió los versos que acompañaron aquella marcha: «en aquel ambiente, caldeado al rojo, los versos de la Invasión, como enseguida los llamaron, parecieron un reguero de pólvora. ¡El himno estaba consagrado! Aquel exitazo me animó a buscarle melodía apropiada al verso. Horas y horas de solitarios ensayos fijaron en mi memoria una melodía altiva y enardecedora».

Inmediatamente, corrió a compartir su creación con Maceo y, a medida que le canturreaba los versos, el Titán de Bronce se mostró encantado, pronosticando que triunfaría en las tropas mambisas.

Tan solo media hora después del encuentro, con la ayuda del capitán Dositeo Aguilera, el General completó la melodía en el pentagrama. Ya el Ejército Invasor tenía un himno, y con él iba a recorrer todo el país, en sus combates y victorias.

Loynaz del Castillo –quien, por cierto, había nacido en República Dominicana– dio «más hijos» a esta Isla. Luego de 1902, ejerció labores diplomáticas del más alto nivel en México, Venezuela, Panamá, Haití y otros países de Latinoamérica.

En su trayectoria, resultan interesantes los episodios referidos a la Guerrita de Agosto de 1906 (conflicto desatado por la reelección fraudulenta del entonces presidente Tomás Estrada Palma), al dirigir combates entre las facciones políticas implicadas; y su participación en la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado.

No extraña que sus hijos se sintieran impresionados por el «halo de gloria» que rodeaba a su padre en aquel entonces. Dulce María declaró, en repetidas ocasiones, sentirse orgullosa de ser hija de un hombre tan importante; un sentimiento que la llevó a afirmar, al preguntársele por qué nunca abandonó la Isla, que la hija de un General jamás habría dejado su Patria.

Y ese mambí, con aspecto de «Júpiter tonante descendido del Olimpo», poseía un alma profundamente sensible, al encontrar admirables las vocaciones artísticas de sus vástagos. Una devoción mutua que se materializa, por ejemplo, en el busto del General, esculpido en bronce por Florencio Gelabert, atesorado por Dulce María en su residencia en el Vedado.

La herencia de aquel hombre, fallecido en 1963 y enterrado con los máximos honores militares, es doble y perdurable: la que aún late en las estampas de nuestra historia y la otra, acaso más íntima, que se materializa en testimonios elocuentes y habita en el arte y su historia familiar.

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