El Béisbol cubano está de luto. Con el fallecimiento de Armando Capiró Laferté a los 77 años, no solo se apaga una vida, sino que se silencia un eco de los jardines que durante años resonó con la fuerza de un trueno y la elegancia de un poema.
Esta es la crónica de un ídolo, el número nueve, cuyo legado es una poderosa mezcla de sonidos inolvidables y desgarradores silenciosos.
Era un ritual que hacía vibrar al Estadio Latinoamericano.
La voz del locutor anunciaba: “Número nueveee, Armando Capiró, jardinero izquierdoooo”, y un hombre alto, de zancada larga y presencia imponente, se dirigía a la caja de bateo.
Su estatura de 1.88 cm no era lo único que llamaba la atención, sino la seguridad con la que empuñaba el bate, con su mano izquierda extendida, desafiante.
Pero lo que realmente quedó grabado en la memoria colectiva fue el sonido.
Quienes lo escucharon juran que era diferente, único. No era un simple crujido, sino una explosión resonante que anunciaba que algo glorioso e inevitable estaba por ocurrir. Era el sonido del bate de Capiró, con su letal giro de muñecas, deshilando la pelota, el sonido de un jonrón en la era del bate de madera y la pelota muerta, un milagro que solo unos pocos podían realizar.
Para entender la magnitud de Capiró, no basta con mirar las estadísticas en frío; hay que contextualizarlas.
En 1973, vistiendo la camiseta de Habana, conectó 22 jonrones en una temporada de apenas 78 juegos.
En el béisbol moderno, esa cifra podría parecer modesta, pero en su contexto es, quizás, la hazaña de bateo individual más impresionante en la historia de las Series Nacionales.
Un análisis más profundo revela su dominio abrumador. Mientras la liga en promedio bateaba un jonrón en el 0.9 por ciento de sus turnos al bate, Capiró lo hacía en un astronómico 6.5%.
Su slugging fue de 624, más del doble que el promedio de la liga (292).
Pegó más jonrones que siete equipos completos esa temporada. El equipo de Las Villas, por ejemplo, conectó 11; Capiró, solo, 22 con apenas 282 veces al bate.
Fue el primer pelotero en llegar a los 100 jonrones en Series Nacionales, una marca que alcanzó el 16 de marzo de 1977.
Su récord de 22 cuadrangulares se mantuvo como un muro insuperable durante doce largas temporadas.
Capiró no solo brilló en Cuba; fue un pilar de la selección nacional durante una década. Vistió la camiseta de Cuba en tres Juegos Centroamericanos, tres Panamericanos y seis Campeonatos Mundiales. En el Mundial de Nicaragua 1972, quedó como líder en carreras impulsadas con 22.
Su talento era integral. Poseía lo que se conoce como «cinco herramientas», que lo hacían un pelotero completo:
Bateo Poderoso: Promedio de por vida de 298, con 1,177 hits y 162 jonrones.
Potente Brazo: Considerado por muchos como el mejor brazo de un jardinero izquierdo en la historia del béisbol cubano, capaz de lanzar de aire al home desde la pradera.
Fildeo Elegante: Se desplazaba con agilidad y precisión en el jardín.
Velocidad: A pesar de su corpulencia, fue un corredor veloz, líder en triples (7) en la XVI Serie Nacional.
Instinto béisbolero: Jugaba con inteligencia y mesura, siempre consciente del desarrollo del juego.
La carrera de Armando Capiró es también un guion de tragedia clásica.
Un día lo pude entrevistar en la sala de su casa en La Habana. El ídolo, en la cima, fue derribado no por una decadencia natural, sino por el filo cortante de la injusticia.
Una lesión en la rodilla derecha lo persiguió hasta requerir cirugía. Un dirigente lo amenazó: si se operaba, sería suspendido.
Su médico le advirtió que, si no lo hacía, su carrera terminaría para siempre.
Capiró, como cualquier atleta que ama lo que hace, eligió escuchar al médico. Eligió la esperanza. Fue la elección correcta para su cuerpo, pero el fin de su carrera en la élite. El comisionado Andrés “Papo” Liaño lo suspendió de manera indefinida, sin papeles ni explicaciones claras.
Una campaña de desprestigio, alimentada por acusaciones personales que él siempre negó, acabó de ensombrecer su legado.
La llama de su amor por el béisbol, sin embargo, nunca se apagó. A finales de los 80, se le permitió jugar en los campeonatos provinciales con el equipo del Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde trabajaba.
Allí, el viejo sonido regresó: conectó más de 10 jonrones. Soñaba con un regreso a las Series Nacionales, una redención que creía posible.
Sin embargo, los dirigentes le cerraron la puerta con la justificación universal y cruel: “Había que darle paso a los más jóvenes”. En lugar del regreso glorioso al Latinoamericano, le organizaron una ceremonia de retiro en el terreno del Hospital.
Armando Capiró Laferté, el «Caballo de Hierro», falleció en La Habana, pero su historia no se cierra con su partida. Su legado es una dualidad perpetua: el sonido inconfundible de sus batazos, que aún resuena en la memoria del béisbol cubano, y el silencio de los años que le fueron arrebatados, del regreso que nunca llegó.
Fue un hombre que, tras la injusticia, rehízo su vida con dignidad, encontró una nueva familia y se mantuvo ligado al deporte que amaba, entrenando a nuevas generaciones.
Su trayectoria es un recordatorio de que, en el béisbol como en la vida, no todo siempre es justo. Que a veces, el sonido más potente y desgarrador es el del adiós que nunca se pudo decir desde el gran estadio.
Hoy, el béisbol cubano llora a su leyenda, pero celebra eternamente sus hazañas. Que Dios te tenga en su memoria, Armando Capiró Laferte.
