Dos muchachas y el amplio espacio donde las mesas de billar, y su inevitable referencia al esparcimiento, hacen macabro contraste con los desgarradores alaridos que la puerta no alcanza a acallar.
Dos muchachas, sin siquiera un pañuelo para enjugarse el sudor o las lágrimas, que ven cómo esa puerta se abre y los soldados dejan sobre el piso, desmadejado, a un joven que no pueden reconocer, porque el rostro es un amasijo de carne herida: y las encías inflamadas, sin dientes, no le permiten articular palabra. Hasta que algo en la mirada delata al amigo, al poeta, y él les tiende un papel, confiando en que llegue a su destino: «Caí preso, tu hijo».
Luego se lo llevan, sienten la ráfaga, y ya no lo ven más; una operación que repiten una y otra vez, mientras a ellas se les llenan los oídos de ayes, disparos e insultos, y los ojos de cuerpos jovencísimos masacrados.
Y cuando preguntan quién de las dos es Haydee Santamaría, Melba Hernández le toma la mano, y ambas escuchan la crueldad: a Boris, el novio de Haydee, le han cortado los testículos, pero si ella les dice quiénes han estado implicados en aquel asalto, lo salva: «Si supo guardar silencio, no voy a traicionarlo ahora», les contesta.
Luego escucha que sí, que lo han asesinado, mientras él se defendía como fiera.
Ellas son las testigos: las que han visto al doctor Mario Muñoz Monroy acribillado a tiros por la espalda, y a las que luego les enseñarán el cuarto de las torturas: sangre en el piso, sangre en las paredes, sangre en el techo…
Las mismas también que soñarán con ver a Abel Santamaría aunque sea una vez más, y susurrarle «Fidel está vivo», aun sin saberlo, para que muera contento aquel que les repitió hasta el cansancio en el Hospital Civil: ¡Fidel es el que debe vivir!, si Fidel vive la lucha seguirá.
Pero Abel no sobrevivió, como tampoco otros 54 muchachos víctimas de una carnicería despiadada tras los asaltos a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo. Solo seis habían caído en acción.
El 26 de julio de 1953 se tiñó de sangre, y el 27, el 28, el 29. El 30 de julio mataron al último: Marcos Martí. Tenía 19 años.
Cuando Haydee, en el Vivac de Santiago, escuchó una algarabía y la frase «es Fidel», pudo al fin salir del letargo y llorar largamente el dolor de esos días, estuvo toda la noche llorando: ya estaba segura de que su hermano no vivía, pero la principal esperanza de Abel, aquella que lo mantuvo feliz y sereno en la antesala de la muerte, permanecía.
Luego serían el juicio, la cárcel, el exilio, el Granma, la Sierra, y la Revolución; y, detrás de todo ello la sangre que no debían (ni debemos) olvidar, sangre de jóvenes martianos, humildes, hijos, esposos y padres; sangre que deshonró aún más a la dictadura, que radicalizó a parte del pueblo, y sostuvo a los sobrevivientes.
Esa misma sangre que, estancada en un balcón, las dos muchachas habían sido obligadas a observar, bajo la burla de sus captores; tanta, que la brisa la movía –pensó una de ellas– como un sereno mar. Y que, sin embargo, en lo sucesivo bulliría rebelde por los destinos de la Patria.