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Foto: ALBERTO KORDA

Con Fidel

Entremos junto a él por los portones agrandados de la Historia

En 1985, un periodista extranjero le preguntó a Fidel: «¿Cuál quisiera usted que fuera su legado?, ¿cómo le gustaría que se interpretara lo que usted ha hecho en estos años?».

Como parte de la sucinta respuesta, en la que dejó claro que su permanencia en el poder estaba directamente relacionada con sus deberes como revolucionario y que él no era imprescindible, aseguró: «Yo no tengo la menor duda de que (…) el concepto de la gente y el reconocimiento del pueblo serán realmente altos del papel y del esfuerzo que he realizado en la Revolución, sin que esto pretenda de ninguna manera significar que ha sido una cosa perfecta exenta de errores, ni mucho menos; pero estoy seguro del alto concepto que quedará de mis servicios, absolutamente seguro, no tengo la más remota duda sobre eso».

No se equivocaba. En el canal diáfano de comunicación que estableció con la gente, a través de su oratoria pedagógica, su dedicación extrema a la causa y la exigencia primero consigo mismo y luego hacia los demás, estuvieron las bases de un cariño genuino, marcado por la admiración y la cercanía.

Por eso el pueblo no sentía la necesidad de decirle sus apellidos, por eso el más humilde de los pobladores se atrevía a tutearlo; y por eso Fidel se convirtió entonces, y en buena medida lo sigue siendo, en el paradigma de líder, a veces matizado por la leyenda: aquel que todo podría solucionarlo, y que resume cualidades de lo cubano de las cuales se precian los aquí nacidos: el ingenio, la rebeldía, el valor.

Sin embargo, Fidel, ya como parte del patrimonio simbólico de la nación, debe ser mucho más que el resorte emotivo; él mismo lo sabía. De ahí que nos compulsara no al busto ni al nombre de la calle, sino al estudio de su pensamiento y al imprescindible enriquecimiento y continuación de su ideario.

Quien siempre estuvo haciendo no quería que le redujeran a la lección histórica fría e inamovible. Bien que nos puede hablar hoy de la construcción de la unidad como un proceso nunca terminado, de establecer consensos desde la explicación continua, de salvar la cultura en primer lugar, y de tener fe en la Isla, que es tenerla en sus hombres y mujeres, porque no hay mayor revés que el desaliento.

Hoy comienzan a celebrarse los cien años del Comandante en Jefe. Como en 1953, cuando un grupo de cubanos había encontrado en Martí las respuestas a sus inquietudes y un decoro que alumbraba, y se decidió a no dejar morir al Apóstol en su centenario; esta celebración debe ser la oportunidad para un estudio riguroso de la obra de Fidel, que fue también un compromiso honrado virtuosamente con los compañeros de aquella generación, los ni olvidados ni muertos.

Ahora, podemos ser la generación del centenario de Fidel, y eso no implica apelar a la genialidad –que sí la hubo en él, es innegable– sino al pensamiento estratégico, a un elevado autoconcepto nacional, al trabajo, a cierta necedad y a un idealismo fructífero, ese que funda epopeyas y las sostiene.

Dicen quienes lo conocieron bien de cerca, que no era que a Fidel no le gustara perder, sino que luchaba hasta no hacerlo, se empeñaba hasta ganar; porque con los retos se crecía.

Entremos con él a la Historia, y que ella tenga, obligatoriamente, que agrandarnos sus portones.

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